
Ayer vimos las estrellas en la playa que me vio crecer. Me sienta bien volver a los sitios que son casa. Es la playa de tantas primeras veces, donde pasé los mejores veranos de mi vida. Aquí me enamoré, me emborraché y aprendí a hacer malabares para conseguir liarme los canutos sin que se los llevara el viento. Me gusta volver a tomarme el café en el bar mientras saludo a unos y a otras, tumbarme a leer bajo las moreras, arroparme en la cama porque las noches son frescas. La playa que me vio crecer vio cómo me achicharraba en horas punta de sol con doble ración de aceite Johnson’s en la misma piel que hoy cuido con protector solar factor +50 a las siete de la tarde. Fue testigo del calimotxo de las primeras fiestas, de los porrones de clara con vodka, de los trompos, de los juegos, de los dedos entrelazados y las cosquillas en la palma de la mano, del polvo en los pies enterrados en la arena del chiringuito. Ese chiringuito que ahora tiene una tarima y velas y tanto glamour que ha perdido el alma. La playa que me vio crecer sabe que solo fui capaz de levantarme una mañana para ir a hacer footing y que ahora me mezclo entre runners con mis bastones de marcha nórdica porque antes me creía inmortal y ahora lo soy un poco menos. La playa que me vio crecer nunca fue la playa más bonita del mundo, pero sigue siendo la mejor playa y lo es porque es casa. La casa que ahora me ve sonreír más fuerte que nunca mientras escucho el vaivén de las olas y le digo entre dientes y con los ojos húmedos “he vuelto”.
Qué fuerte ha sido el último año, compañeras. Me emociono mucho al pensarlo. Ando algo desconectada. Pero feliz. Tranquila y feliz. Os abrazo fuerte 💜