
Esta es la nave a la que me subo cada día a las 20.30h para matar células cancerígenas, si es que queda alguna. Una vez me he tumbado en ella, con los brazos en alto y el pecho descubierto, los técnicos se encargan de acabar de colocarme, como si fuera un cacho de carne, para hacer que los cuatro puntos que tengo tatuados coincidan con los campos de tratamiento. A partir de ese momento ya no me puedo mover. Se van a los mandos y despegamos. Por los altavoces oigo sus indicaciones desde la sala de control. “Idoia, coge aire”. Inspiro profundamente como si fuera a sumergirme en una piscina, aplano el vientre para subir el aire a la zona torácica y aguanto. Al rato me dicen “descansa”. El brazo de la nave empieza a girar a mi alrededor para ir irradiando las distintas zonas y me indican “ahora ya vas sola”. De tanto en tanto oigo un sonido fuerte y continuado. Es cuando he de coger aire y aguantarlo hasta que el sonido cesa. Unas veces es más largo que otras, o eso me parece a mí. Cada día pienso que quiero contar las veces que suena, pero a la que llevo dos o tres inspiraciones, me relajo tanto que se me olvida seguir contando. Qué cosas, con lo nerviosa que entré las primeras veces. En total estoy 20 minutos. Cuando el brazo de la nave está en mi lado izquierdo ya sé que voy a escuchar cómo se abre la puerta del búnker y a los técnicos entrando diciéndome “ya puedes bajar los brazos”. Me ayudan a bajar de la camilla, me visto en el vestuario y me voy a mi casa. Estoy en la mitad del tratamiento y por ahora mi piel resiste, aunque en la axila empiezo a notar un pelín (muy poco) de escozor. El viaje está a punto de terminar. Yo ya solo pienso en eso.