
No suelo tener días de mierda desde hace tiempo. Desde que terminé la radio me dije a mí misma que el cáncer ya había tenido demasiado protagonismo en mi vida, que era hora de pasarlo a un segundo plano y que ahora debía enfocarme en vivir. Me he sentido y me siento, por lo general, muy feliz. Pero también sabía que esta felicidad se podría ir a la mierda el día menos pensado. Porque esto es una puta montaña rusa y a nosotras, las que hemos pasado un cáncer de mama, hay cosas que, aunque estemos libres de enfermedad, nos perseguirán siempre. Para algunas es el miedo a una recidiva, incluso el pensar en la muerte. Ya dije por aquí hace tiempo que había perdido el miedo a morirme y tener una recidiva es algo que directamente ni me planteo, llámame optimista, mira. Mi espada de Damocles desde hace tiempo es desarrollar un linfedema. Y hoy tengo un humor de perros y estoy enfadada con el mundo porque me ha vuelto a picar un bicho y así es como se me ha puesto el brazo. Y está caliente. Y pica. Y molesta. Y hace que hoy solo quiera cagarme en todos los Dioses del Olimpo y alguno más. Porque en un acto de masoquismo, también he querido bajar una maldita persiana de mi casa y resulta que yo sola no puedo con un solo brazo. Y entonces me da por pensar más de la cuenta y frustrarme. Pienso en que ya no puedo hacer cosas como cargarme una puta mochila a la espalda e irme a recorrer mundo como hacía antes. Ese mundo tropical que tampoco me conviene porque el calor les va fatal a mi brazo y a mi menopausia forzada. Y sí, estoy cabreada, joder. Mañana se me pasará, seguro. Y si no se me pasa lo mismo le prendo fuego a todos los productos que me encuentre en el supermercado pretendiendo edulcorar el cáncer de mama en un vomitivo color rosa para sacarse unos cuartos a nuestra costa. O me autoinmolo en la primera ‘Carrera de la mujer’ que me encuentre llena de globos y sonrisas que nada tienen que ver con lo que pasamos nosotras. A la mierda la falsa filantropía y el #pinkwashing. He dicho.